¿La vida? Que llueva en tu boda

NOVELA

‘La picadura de abeja’ es el retrato mordaz del derrumbamiento escalonado de una familia de clase media irlandesa en un pueblo gris y asfixiante. Y un novelón

Paul Murray, premiado en Irlanda por 'La picadura de abeja'

Paul Murray, premiado en Irlanda por ‘La picadura de abeja’ 

 

En su hit Ironic, de 1996, Alanis Morissette sintetizaba en poco menos de cuatro minutos el sentido tragicómico de la vida al enumerar una serie de situaciones en las que una promesa de felicidad o la perspectiva de un momento de placer se veían saboteados por imprevistos que traían el efecto contrario. Así, por ejemplo, “es como que llueva el día de tu boda”.

De camino a la iglesia donde contraerá matrimonio, Imelda recibe (en apariencia) una picadura de abeja que la condenará a esconderse tras el velo. Por un lado, esa (presunta) abeja, tan inoportuna como indiferente (manifestación del caos, el azar y el absurdo que gobierna nuestra existencia para los no creyentes en un diseño divino), es la forma que tiene la vida de señalarle que quizá haya huido de una familia disfuncional, pero que la propia que está en proceso de construir no será una fiesta.

⁄ El lector fluctúa entre un deseo constante por abrazar o abofetear a los integrantes del clan protagonista

Otra interpretación: Imelda, suerte de antigua reina de la belleza recibe una mácula que es un anuncio de todas las que están por llegar, físicas y mentales. Una tercera (que resultará especialmente del agrado de los budistas): la abeja es la reencarnación de su antiguo novio, fallecido en accidente de coche (Imelda viaja en uno en el momento del percance), advirtiéndola de las funestas consecuencias de desposar a su hermano (spoiler: acertará).

El poder metafórico de un título en apariencia tan sencillo (y luego tan engañoso) es extraordinario –aunque, de optar por un animal en vez de por un insecto, cabe decir que la ardilla gris, exterminada de forma inmisericorde, también habría representado bien el espíritu de la historia– porque los Barnes, la atribulada tribu en su centro, parecen condenados a ser rondados por una abeja dispuesta a clavarles el aguijón al menor atisbo de que la suerte planea sonreírles.

Paul Murray (Dublín, 1975), del que por aquí solo contábamos con la traducción de una de sus tres obras previas –Skippy muere (Pálido Fuego)– ha recogido el dictum de Tolstói (ya saben: “Todas las familias felices se parecen...”) y el poder de observación a la propia sangre y al terruño de la mejor tradición literaria irlandesa, ha pasado ambos elementos por el filtro de una socarronería agudísima y aderezado el conjunto con ciertos anclajes a angustias presentes (cambio climático, escapatorias virtuales) para alumbrar un novelón (720 páginas que querríamos que fueran 7.200) que se merece todo el confeti recibido (varios premios, finalista del Booker, en la lista de lo mejor del año para una cascada de medios prestigiosos).

La solapa de la novela incurre en el cliché de apuntar que nos encontramos frente a un “clásico instantáneo”, pero, por una vez, suena a verdad

La picadura de abeja es el retrato despiadado, mordaz y de derrumbamiento escalonado de esta familia de clase media de un pueblo gris y asfixiante, cada uno de cuyos capítulo se centra en uno de sus cuatro miembros: Dick –el padre, dueño de un concesionario de coches cuando su inteligencia parecía destinarlo a grandes logros, perseguido por el fantasma de su difunto hermano, todavía en el armario y en el que arraigará la paranoia catastrofista–; Imelda –la madre, epítome de los sueños rotos, compradora compulsiva, perseguida por el fantasma de su difunto novio y con el amante más improbable–; Cass –adolescente asqueada de los suyos y sexualmente confusa–; y su hermano pequeño, PJ –víctima de bullying, un alma sensible que se refugia en los videojuegos y cuya inocencia aún le hace soñar con revertir el naufragio doméstico–. Murray nos cuenta las mil y una miserias del clan –el arco narrativo es portentoso– con un acceso tan pormenorizado a sus vulnerabilidades, bloqueos mentales y rincones oscuros (las comparaciones con Franzen se sostienen) que el lector fluctúa entre un deseo constante por abrazarlos o abofetearlos.

La solapa de la novela incurre en el cliché de apuntar que nos encontramos frente a un “clásico instantáneo”, pero, por una vez, suena a verdad. ¿O quizá cabría hablar mejor de “clásico remozado”? A fin de cuentas, ¿no nos hallamos frente a un remake encubierto de Los Buddenbrook , donde Thomas Mann miró a su propia historia familiar para hablar de un apellido desclasado, azotado por confusos tiempos históricos de cambio y bregando con la imposible reconciliación entre vida pública y privada? En un clímax angustioso y con sorpresa, que rompe formal y narrativamente con lo precedente, descubriremos que lo de los pobres Barnes no era tanto una picadura como un puñetazo o una bala.

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