
El Campo de Radiación Gamma en El Encín deja una de las instalaciones más fascinantes de la España del XX
Antes de remangarnos y meternos en faena te propongo un juego. Uno rápido, sencillo y sobre todo curioso. Abre Google Maps, activa la visión satelital (con la del callejero el efecto no será el mismo), escribe "Jardín Atómico Alcalá" y deja luego que la web te traslade a un punto situado cerca de Meco y la Autovía del Nordeste, la A-2. Ahí debería aparecer clavada la chincheta roja de Google.
Aproxímate.
¿Qué ves? Exacto. Un enorme circunferencia de color verde. Simétrica. Perfecta. Igual que si la hubiesen trazado con un compás tamaño XXL. Si le dedicas un par de segundos apreciarás que está formada por círculos concéntricos, una sucesión anillos de árboles lo suficientemente altos y frondosos como para destacar a vista de pájaro y que alguien plantó en su día en torno a un centro despejado.
No es un error. Es historia.
Más concretamente la huella del "Campo de Radiación Gamma de El Encín", una instalación que en su día, allá por las últimas décadas del franquismo, destacó en la mapa científico del país. Su crónica es fascinante. Casi tanto como la gran plaza arbolada de 15 hectáreas que dejó en Alcalá y que, en palabras del antropólogo Ambrosio Sánchez de Ribera, supone "una singularidad" a nivel europeo.
Nuevos tiempos, nueva ciencia
Los años 50 y 60 fueron tiempos de cambio. Para el mundo, que se adentraba poco a poco en la Guerra Fría. Y desde luego para España, donde el franquismo pareció entrar en una nueva fase marcada por el desarrollismo y cierto resquebrajamiento de su aislamiento internacional, con hitos como la firma del Concordato con la Santa Sede en 1953, los Pactos de Madrid o el ingreso en la ONU, en 1955.
Los 50 fueron tiempos de cambio también para algo más: la energía nuclear.
Con aún el recuerdo reciente de Hiroshima y Nagasaki y en plena carrera armamentística con Moscú, EEUU quiso que la opinión internacional no se enfocase solo en la amenaza de la guerra atómica y valorase también sus usos civiles y científicos. Probablemente la mejor prueba de ese empeño es el discurso "Átomos para la paz", pronunciado en 1953 por Eisenhower ante la ONU.
"En vez de centrarse exclusivamente en los peligros de la guerra atómica, Eisenhower alabó las aplicaciones nucleares civiles en la agricultura, la medicina y generación de energía. Propuso crear un 'organismo internacional de la energía atómica' que promoviese el uso pacífico de la energía nuclear 'en beneficio de la humanidad'", recuerda Elisabeth Röhrlich, historiadora de la Universidad de Viena. El resultado no tardó en materializarse: apenas cuatro años después, en 1957, se creó el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA).
España, que había iniciado su propia (y tímida) historia con la energía nuclear a finales de los 40, no permaneció impermeable a esos cambios. En los 50 la prensa patria (NODO incluido) hablaba ya de las centrales de EEUU o Reino Unido y los experimentos con fuentes radiactivas aplicadas a la medicina y agricultura. En el 57 Madrid incluso acogió una cumbre europea de la FAO sobre el tema.
Así, con ese telón de fondo, hacia 1959, España decidió dar un paso más y, con la mediación clave de César Gómez Campo, un ingeniero con experiencia en EEUU, planeó crear su propio "campo de radiación gamma", una centrado diseñado específicamente para realizar "experimentos de irradiación de cultivos y semillas". El lugar escogido: El Encín, una parcela alejada de Alcalá donde el propio Gómez Campo venía realizando estudios para Instituto de Investigaciones Agronómicas.
El proyecto avanzó relativamente rápido, como recuerda Ambrosio Sánchez de Ribera en un amplio (y completísimo) ensayo sobre El Encín publicado en 2018 en Anales Complutenses. En 1961 se levantó lo que andado el tiempo sería una activa instalación científica cuya huella muestra aún hoy a vista de pájaro Google: un campo de estudio de 440 metros cuadrados de diámetro, una superficie de 15 hectáreas y 18.000 árboles, aunque en 2018 ya quedaban apenas 5.000.
Un enorme laboratorio al aire libre
El Encín era un enorme laboratorio al aire libre. Uno con un diseño tan peculiar como su propósito. El campo era circular y estaba formado por una serie de anillos concéntricos dispuestos en torno a un eje. En el centro había un círculo de 25 m de radio con un invernadero hexagonal desmontable. Dentro contenía un sarcófago de plomo que alojaba la fuente de radiación con la que operaban los científicos, Cesio137 procedente de barras usadas de reactores nucleares americanos.
Alrededor de esa almendra central de 50 m de diámetro, protegido con un muro hormigonado y un talud escalonado de tierra de varios metros de alto para evitar la salida de radiaciones, se distribuían los cerca de 18.000 árboles que completaban la circunferencia de 15 hectáreas. Su propósito era servir de pantalla extra contra la radiación. A modo de remate, el centro disponía de un jardín de grandes árboles y varias construcciones donde el personal tenía sus oficinas y laboratorios.
Aclarado cómo era El Encín queda la otra gran pregunta: ¿Qué hacían en él en los años 60? Básicamente experimentar con la radiación para dar con mutaciones que en último términos permitiesen conseguir variedades de verduras, frutas o semillas interesantes por sus características. Lo que se llama mutagénesis inducida.
El propio Gómez Campo explicaba en 1964 a qué se dedicaban centros como el de El Encín: "Esencialmente consiste en una fuente emisora de rayos de rayos gamma que se instala en campo abierto, de modo que resulte posible la irradiación de plantas en crecimiento o animales relativamente voluminosos".
Ciertas horas al día y durante varios meses al año, en la base de Alcalá los técnicos abrían el sarcófago de plomo para que la fuente emisora de rayos gamma pudiese actuar en el centro del campo, el área de 50 m de diámetro protegida con un muro y talud en la que se exponían plantas, semillas, insectos o algunos animales.
"La dosis recibida dependía de la distancia respecto al Cesio137", aclara Sánchez de Ribera. Cuando finalizaban las horas de irradiación el sarcófago de plomo volvía a bajar, el Cesio se encerraba y los investigadores podían acceder para trabajar.
El campo de El Encín funcionó 12 años, entre 1961 y 1973, cuando su actividad se complicó por la construcción de una fábrica de cementos en los alrededores. El polvo dificultaba las investigaciones, con lo que en el 73 se decidió retirar la fuente radiactiva y trasladarla a la Universidad Politécnica de Madrid. Allí estuvo solo tres años antes de emprender un nuevo viaje, en esta ocasión algo más largo, al almacén de residuos nucleares de baja y media actividad de El Cabril.
La década larga que operó convirtió a El Encín en un interesante aliado para la investigación española. Sánchez de Ribera calcula que lo usaron unos 40 equipos de investigadores que se dedicaron a explorar cuestiones tan diversas como la germinación de semillas o la conservación de los alimentos. Es más, las instalaciones incluso despertaron el interés de expertos extranjeros.
A partir de 1965 en El Encín también se investigó sobre la esterilidad de las moscas de la fruta para luchar contra las plagas. Para avanzar en el estudio y una vez se retiró la fuente de Cesio se usó Cobalto60 en un laboratorio al que el personal se refería como "Las Moscas". El destino de esa fuente acabó siendo el mismo: el almacén de residuos de El Cabril, en Sierra Albarrana.
Nos queda ahora la huella de lo que fue una de las instalaciones científicas más curiosas de la España del siglo XX. Aunque entre los años 50 y 60 se construyeron campos gamma en más de 20 países, Sánchez de Ribera reseñaba en 2018 que el de El Encín era el único que se conservaba en Europa. Es más, la OIEA informaba de solo dos activos: en Hitachiohmiya (Japón) y Jalan Dengkil, en Malasia.
El de Alcalá destaca además por algo más que sus usos. Su configuración también es peculiar. La huella arbolada que aún vemos hoy no era lo habitual en los campos de su tipo, que solían protegerse solo con muros de contención o se ubicaban en bosques o áreas en las que la geología podía servir de barrera protectora.
Ahora, 64 años después de su ceración, podemos asomarnos a él a vista de pájaro.
Imágenes | Google Maps, Wikipedia 1, 2 y 3
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